Es mucho más que las corridas lo que se juega en el movimiento que busca prohibirlas
EDITORIAL DIARIO EL COMERCIO
Lunes 02 de abril de 2012 - 07:00 am
La reciente llegada al TC de un caso relacionado con la limitación del acceso a las corridas de toros y el manifiesto que, como reacción, han publicado varias personalidades en apoyo de la llamada fiesta brava, han vuelto a avivar el debate público en torno de la misma.
Pero más que el tema de las corridas en sí nos preocupa la concepción del rol del Estado que implica el solicitar a este impedir una actividad semejante y que hace que en este tema esté jugándose mucho más que los toros.
Respecto de las posibilidades de la ley para intervenir en un asunto como las corridas existe para nosotros un punto esencial: quienes acuden a ellas no afectan con su acción la libertad de ningún tercero. Es decir, no obligan con lo que hacen a nadie a hacer o no hacer algo. Y si lo que hacen sólo los afecta a ellos, no existe una justificación válida para que la ley intervenga prohibiendo el espectáculo. Salvo, claro, que se crea que la fuerza del Estado existe también para lograr que cada individuo viva una “vida buena” (según como la entiende el Estado). Pero ese es el principio que fundamenta todas las prácticas totalitarias. Sobre ese principio es que, por ejemplo, en varios países las mujeres, creyentes o no, son prohibidas de mostrar sus rostros en público y que en los mismos Estados Unidos, hasta 1965, varios estados castigaron el uso de contraceptivos incluso dentro del matrimonio.
Algunos defensores de la prohibición legal de las corridas ensayan un argumento aparentemente más sofisticado que el del “propio bien” de los aficionados al decir que con la lidia sí se afectan derechos de terceros porque se ofende “la sensibilidad moral” de muchos. Pero este argumento tiene consecuencias idénticas al anterior. Si viviéramos en un país donde la mayoría lo encontrase “moralmente ofensivo”, ¿sería legítimo que el Estado persiguiese los romances homosexuales? O, si tuviéramos una mayoría de fundamentalistas del racionalismo cuya sensibilidad fuese ofendida por las procesiones religiosas, ¿sería válido que la ley las prohíba?
La dictadura de la mayoría es tan dictadura como cualquier otra. Y cuidado que en las sociedades posmodernas en las que vivimos, donde ya no hay grandes visiones compartidas que unifiquen el conjunto de la realidad, sino más bien una enorme pluralidad de posiciones encontradas respecto de los diferentes temas, nadie está libre de ser minoría en su visión moral de un tema que le importe.
Por supuesto, es muy respetable la posición de quienes no disfrutan de las corridas y preferirían evitar cualquier tipo de sufrimiento animal. Pero que uno tenga una posición respetable no le da legitimidad para imponerla a otros que, por su parte, no le están obligando a nada. Ni, por cierto, faculta a hacer imputaciones poco sustentadas, aunque duras, como aquella que señala que los aficionados van a las corridas atraídos, no por factores estéticos, sino principalmente por el morbo ante el innegable componente de crueldad del espectáculo. Si ese fuese el caso, los camales, donde se produce a un costo mucho menor un espectáculo bastante más sangriento –y, muchas veces, más doloroso- estarían también rodeados de tribunas y harían gran negocio vendiendo entradas.
Por lo demás, hay que decir la posición de los antitaurinos pierde su respetabilidad cuando no hay coherencia en ella. Y es que, si asumimos que lo inmoral de las corridas vendría de hacer sufrir a un animal para servir fines humanos, habría que prohibir también todos los otros usos animales, como los alimenticios y gastronómicos, que pasan igualmente por brutales formas de sufrimiento animal. ¿O es qué los toros, como se pregunta Vargas Llosa, tienen más derecho que los pobres crustáceos, cerdos, gansos o pavos? Salvo, claro, que se suponga que los fines artísticos del hombre pertenecen a un nivel inferior a los biológicos lo que, desde luego, es insultar la naturaleza humana. No se puede, en fin, prohibir las corridas de toros sin atropellar la línea que separa a la moral del Estado. La misma línea de la que depende la libertad de casi todas las minorías del mundo, incluyendo esas en las que, sin saberlo y aunque sea sólo respecto de algunos temas concretos, muy bien podría estar usted.