JUAN CARLOS GIL
José María Manzanares cinceló el toreo rotundo, ronco y divino con dos faenas distintas y distantes en las formas y en el fondo. En la primera destacó la cadencia afinada y en la segunda sobresalió un poder roto y quebrado. El toro del indulto, un animal de justa presencia, lavado de cara, con dos pitones sospechosamente astifinos y de embestida acompasada, y Manzanares encontraron la diapasón de una obra poética sublime, de sabor inefable, de compás excelso y armonía hechizante que contaron con la imperfección de algunos enganchones al final del muletazos propios de una obra culmen del toreo. Cada muletazo era un verso endecasílabo de rima susurrante que se abrochaba con un cambio de mano eterno o un pase de pecho inmarcesible para conformar una estrofa pletórica de imágenes subyugantes.
El compendio de semejante embriaguez de magia taurina lo ponía la inspiración. Cambios de manos, pases por la espalda, recortes, pases de pechos a pies juntos… así fluía sin pausa pero sin prisas el discurso poético de José María Manzanares. Tras cada serie se oía un nerudiano rumor de olas quebrándose gracias a esos derechazos crepusculares, a ese ritmo celestial y mágico a ese temple endiabladamente seductor. El cuatreño de Núñez del Cuvillo se deslizaba encantado por el hechizo de la tela roja que lo arropaba, que lo envolvía, que lo confundía debido a un pulso de muñecas de cristal de Bohemia de las que brotaban el sortilegio de la Tauromaquia. Una, dos, tres y hasta cuatro series con la diestra, salpimentadas con algunos naturales inconmensurables.
La faena del sexto tuvo el color del mando, la fuerza del toreo desgarrado entremezclado con los sones del toreo mecido y acariciado. No se puede estar más lúcido, ni más esperado. Manzanares fue el amo de una tarde histórica por el indulto de un animal de excepcional embestida que manseó en algunas fases de la lidia, que no afearon un comportamiento excepcional.
José María Manzanares cinceló el toreo rotundo, ronco y divino con dos faenas distintas y distantes en las formas y en el fondo. En la primera destacó la cadencia afinada y en la segunda sobresalió un poder roto y quebrado. El toro del indulto, un animal de justa presencia, lavado de cara, con dos pitones sospechosamente astifinos y de embestida acompasada, y Manzanares encontraron la diapasón de una obra poética sublime, de sabor inefable, de compás excelso y armonía hechizante que contaron con la imperfección de algunos enganchones al final del muletazos propios de una obra culmen del toreo. Cada muletazo era un verso endecasílabo de rima susurrante que se abrochaba con un cambio de mano eterno o un pase de pecho inmarcesible para conformar una estrofa pletórica de imágenes subyugantes.
El compendio de semejante embriaguez de magia taurina lo ponía la inspiración. Cambios de manos, pases por la espalda, recortes, pases de pechos a pies juntos… así fluía sin pausa pero sin prisas el discurso poético de José María Manzanares. Tras cada serie se oía un nerudiano rumor de olas quebrándose gracias a esos derechazos crepusculares, a ese ritmo celestial y mágico a ese temple endiabladamente seductor. El cuatreño de Núñez del Cuvillo se deslizaba encantado por el hechizo de la tela roja que lo arropaba, que lo envolvía, que lo confundía debido a un pulso de muñecas de cristal de Bohemia de las que brotaban el sortilegio de la Tauromaquia. Una, dos, tres y hasta cuatro series con la diestra, salpimentadas con algunos naturales inconmensurables.
La faena del sexto tuvo el color del mando, la fuerza del toreo desgarrado entremezclado con los sones del toreo mecido y acariciado. No se puede estar más lúcido, ni más esperado. Manzanares fue el amo de una tarde histórica por el indulto de un animal de excepcional embestida que manseó en algunas fases de la lidia, que no afearon un comportamiento excepcional.